El beso del Doctor Andrée,
Abro el libro, “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, para un trabajo de literatura que tengo que entregar el miércoles. Intento concentrarme pero en cada línea me quedo enredada con Andrée. Esta tarde hay poca gente en la biblioteca, juega España. Me toca las narices que un partido de fútbol pueda paralizar la sociedad de tal manera que los ciudadanos se queden impasibles delante de los graves problemas que nos asaltan (el rescate económico, los bancos, el paro, la pobreza, el recorte de la sanidad, de la educación…) que están logrando desarticular nuestro estado de bienestar. Y qué me encuentro, pues que una gran parte de la población está tocando de narices la pantalla del televisor. Intento concentrarme en la lectura de la mano de Macondo y al pensar en la palabra mano, no puedo evitar recordar los últimos acontecimientos acaecidos en mi vida.
Hace apenas dos semanas tuve un fuerte dolor de apendicitis. Me trasladaron al hospital Betulia de urgencias. Cuando la puerta se abrió y por ella entró el doctor, nada más verlo sentí una fuerte descarga eléctrica en mi espinal dorsal. Entre el dolor de apendicitis que tenía y la descarga eléctrica quedé completamente entumecida. Por dios! no me podía creer que me estuviese reconociendo aquel hombre tan guapo, de donde había salido aquel Adonis, si parecía un modelo de la pasarela Cibeles. En su manera de mirarme sentí algo extraño, como si una extraña atracción se hubiese colado por la habitación alejándonos de cualquier circunstancia exterior. Me quedé anestesiada. Me apretó la mano con fuerza y me dijo que no me preocupará que de momento la apendicitis la podríamos salvar. Estuve tres días en observación para ver si los dolores se repetían pero no se repitieron; sólo hubo un dolor que me tocó tan adentro que no desapareció, el dolor de mi corazón; sentía tener que abandonar urgencias y no volver a ver los ojos del doctor.
El día que me dieron el alta, antes de que mis familiares viniesen a buscarme, me hizo visitarlo en su despacho. Estábamos solos. El doctor y yo. Mis nervios me delataban mordiéndome el labio inferior, no controlaba para nada aquella situación. Percibí como la respiración se me disparaba al sentirlo a un paso de mi cara, podía notar su tacto sin tan siquiera rozarme. La respiración se me desbocó y mis pulsaciones cardiacas aumentaron agitadamente, pensé que acabaría en cardiología. Me retiró el pelo de la cara y colocó sus manos en mis ardientes mejillas. Después fue deslizando sus manos hasta llegar a mi cintura, me apretó contra su cuerpo y me inmovilizo contra él como si fuese una escayola. Me besó ligeramente las comisuras de los labios. Al abrir la boca para respirar y no desmayarme, introdujo su lengua en mi boca y la recorrió con avaricia. En aquel momento mis piernas eran de plastelina, jamás me habían besado así. Mi tímida lengua acarició la suya, y su lengua y la mía se unieron en un estrecho contacto de roces y sensaciones; todas mis piezas dentales disfrutaron del banquete. Sentí el deseo de Andrée en todas mis terminaciones nerviosas. Sentí que me deseaba y que yo lo deseaba a él. De pronto tocaron a la puerta y apresuradamente nuestras manos dejaron de tocarse.
Badalona, 12 de junio de 2012