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Ha pasado poco más de un mes desde mi encuentro con Roberto. Treinta y un días sin dejar de recordar su mirada.
El reloj suena, son las siete de la mañana. Saco mi mano de entre las sabanas, para, a tientas, parar el despertador. Diez minutos después vuelve a sonar. Con la pereza enganchada a mi piel y a mi pijama, me levanto. Me calzo las zapatillas rojas, regalo de mama, y siento la suavidad de la lana en mis pies. Un poco soñolienta me dirijo al cuarto de Carla para despertarla, no quiero llegar, otra vez, tarde al colegio. Entro al cuarto de baño y dejo que el agua de la ducha se caliente. Me visto de prisa, camisa blanca y pantalón azul marino; llamo a Carla para que se vaya arreglando mientras en la cocina preparo para desayunar el café con leche, el zumo y los cereales.
Salimos a la calle y un día soleado nos da la bienvenida. Cojo a Carla de una mano y en la otra su cartera y mi bolso. Con la prisa cobijada en mis bolsillos recorro la acera hasta llegar al coche. Abro la puerta trasera y subo a Carla, obligándola a ponerse el cinturón. Una mañana más el tráfico de los que llegamos tarde es insoportable. Una mañana más aparcar se convierte en una suerte de sorteo y decido dejar el coche en doble fila.
Una mañana más llegamos tarde. Las puertas del colegio ya están cerradas.
- Parece que han llegado tarde.
Me giro para ver quien nos está hablando.
Y de golpe, de manera inesperada e impactante, me encuentro frente a frente con Roberto. Y aquí sin saber que decir, notó que las palabras se me enredan en la lengua y que un nerviosismo incontrolado me deja fuera de juego.
- pica al timbre, mama, es tarde - me dice Carla estirándome de la manga del abrigo.
Roberto saca una llave y abre la puerta.
- ya puedes entrar.